Die Meistersinger von Nürnberg
Pablo Heras-Casado | ||||||
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real | ||||||
Date/Location
Recording Type
|
Hans Sachs | Gerald Finley |
Veit Pogner | Jongmin Park |
Kunz Vogelgesang | Paul Schweinester |
Konrad Nachtigall | Barnaby Rea |
Sixtus Beckmesser | Leigh Melrose |
Fritz Kothner | José Antonio López |
Balthasar Zorn | Albert Casals |
Ulrich Eißlinger | Kyle van Schoonhoven |
Augustin Moser | Jorge Rodríguez-Norton |
Hermann Ortel | Bjørn Waag |
Hans Schwartz | Valeriano Lanchas |
Hans Foltz | Frederic Jost |
Walther von Stolzing | Tomislav Mužek |
David | Sebastian Kohlhepp |
Eva | Nicole Chevalier |
Magdalene | Anna Lapkovskaja |
Ein Nachtwächter | Alexander Tsymbalyuk |
Heras-Casado se consagra como el sumo sacerdote de Wagner
Relucen los galones de Pablo Heras-Casado como sumo sacerdote wagneriano. Ha ido ganándoselos en el Teatro Real con la experiencia iniciática de El holandés errante” (2016) y con el hito de la Tetralogía (2019-2022), aunque el mayor umbral del misterio lo cruzó el pasado verano como artífice de Parsifal en la colina verde de Bayreuth. Y no es solo que el director granadino inaugurara el Festival con la partitura de mayor espesor metafísico. La estricta prensa germana —y de ultramar— cualificaba la proeza en los términos de una revelación. Y convertía a Heras-Casado en el mayor exégeta mediterráneo de la religión wagneriana. Se explica así mejor el interés y la expectación que concitan el regreso del maestro al Teatro Real. Después haber “urdido” el drama religioso de Parsifal, Heras-Casado se involucra en la comedia de Los maestros cantores de Nuremberg. Y demuestra una identificación y una clarividencia cuyas dinámicas y colores redundan en la enjundia de la experiencia. Impresiona la naturalidad con que Heras-Casado ejerce de médium en el cráter del foso. La opulencia del sonido en los pasajes de mayor volumen no contradice el esmero cromático ni los pasajes camerísticos. La clave es la intensidad, la tensión la corriente submarina, el estupor de la trama sonora.
Wagner no refuerza la orquesta únicamente para obtener más decibelios, sino para sofisticar los matices y convertir el foso en un prodigio expresivo y dramatúrgico. Heras-Casado nos condujo a los estados de ánimo de la obra con tanta sensibilidad como conciencia teatral. La música y la acción se intrincan de tal manera que la credibilidad del acontecimiento proviene de la energía de la orquesta y de la construcción musical. No hay manera de sujetar un espectáculo de casi seis horas sin la audacia con que Heras-Casado transgrede las coordenadas espacio-temporales, aunque el éxito de Los maestros cantores en el estreno de este miércoles merece repartirse con los méritos de un reparto extraordinario y con la originalidad del montaje escénico que propone Laurent Pelly.
Ha triunfado en Madrid el director francés con los hitos de La hija del regimiento, Hansel y Gretel o Il turco in Italia. Y ha aprovechado la cita del Real para debutar o probarse en el repertorio wagneriano. La ingenuidad predispone el sesgo de una comedia polvorienta y decadente. Una versión cuya oscuridad y depresión enfatizan los pasajes cómicos y burlescos. Pelly se despoja o desquita de las coordenadas originales de la obra -la Nuremberg estilizada del siglo XVI- para llevarnos a un magma social inestable que se aferra a las tradiciones y que recela de los heterodoxos, aunque no estamos hablando de un dramón triste ni, sino de una reivindicación de la ironía en la dimensión del claroscuro.
La propia escenografía se excita o reconoce en su provisionalidad. Nuremberg se erige en casas de cartón. Una ciudad accidental. Un espacio inestable cuyas incertezas destacan las certezas del amor y el arte.
Pelly escucha la música con atención, la proyecta en la escena. Y se esmera en un trabajo concreto, psicológico, dramatúrgico, que transforma la ópera de Richard Wagner en Los maestros actores de Nuremberg. Y no por falta de cualidades canoras entre los protagonistas. No puede concebirse la gran comedia de Wagner sin la mediación de un reparto cualificado. Por eso revistieron tanto interés las actuaciones protagonistas de Gerald Finley, Jongmin Park, Tomislav Muzek, Leigh Melrose, Nicole Chevalier o Anna Lapovskaja. Ninguno de ellos es alemán, como no lo son Heras-Casado ni Laurent Pelly, aunque las circunstancias del reparto extragermano inciden en la universalidad del wagnerismo. Y en el monólogo del zapatero Hans Sachs cuando reconoce en el misterio del nuevo lenguaje musical: “Lo siento y no puedo entenderlo. No puedo retenerlo, pero tampoco olvidarlo. Y si pretendo abarcarlo, no puedo medirlo”. Hacía 23 años que no se representaba la ópera de Wagner en Madrid, aunque el deslumbrante antecedente no sobrevino con los recursos de la compañía madrileña, sino con las estrellas invitadas de Daniel Barenboim y el orquestón de la Radio de Baviera. Fue un ejercicio de opulencia que todavía recordamos, cuando no un agravio comparativo, pero también un desafío al que Heras-Casado y la orquesta del Teatro Real han dado respuesta con un resultado imponente que merece disfrutarse hasta el 25 de mayo.
Rubén Amón | 26/04/2024
‘Die Meistersinger’, el arte como interrogante (★★★★✩)
Una nueva producción funcional pero de estética demasiado gris, una foso exuberante y poético y un reparto generoso basado en los dos pilares de Gerard Finley y Leigh Melrose, dieron como resultado un entusiasmante Meistersinger von Nürnberg en el Teatro Real.
Unas funciones históricas, pues la ausencia de este título en más de dos décadas en Madrid y la ambición de ofrecer esta nueva producción, con el tándem del director de escena Laurent Pelly y la batuta de Pablo Heras-Casado, dio como fruto cuatro horas y media de un Wagner admirable, sobre todo en su vertiente musical.
Pelly, un hábil narrador de historias fantásticas, con una vis cómica notable, se enfrenta a su primer Wagner, en la siempre compleja característica del humor alemán del compositor.
La iluminación del siempre estimulante Urs Schönebaum compensa con su teatralidad un vestuario en exceso gris y monocromo firmado por el propio Pelly.
La dramaturgia, centrada en una realidad trasnochada, protagonizada por unos Meister de polilla y naftalina, sirve para incidir en la decadencia de un pasado que no se aguanta y que en su gama de grises dará paso al futuro del artista visionario y revelador.
Pelly se deja seducir por la historia al estilo hermanos Grimm, pero se diluye en un mensaje final falto de incisión y en exceso buenista
Tanto la conclusión de la follie del segundo acto, práctico pero sin fantasía, como el final de la ópera, con la pareja de enamorados cerrando un telón negro para dejar el pasado atrás, son demasiado tímidos y pierden la oportunidad de ofrecer una lectura mucho más jugosa y reveladora. Pelly se deja seducir por la historia como un cuento tradicional estilo hermanos Grimm, pero se diluye en un mensaje final falto de incisión y en exceso buenista.
En su contrario, Pablo Heras-Casado explota a consciencia los colores, fraseo y luz de una partitura que bebe del espíritu del Shakespeare de El sueño de una noche de verano, al que Wagner parece querer hacer un guiño.
Pablo Heras-Casado explota a consciencia los colores, fraseo y luz de una partitura que bebe del espíritu del Shakespeare de ‘El sueño de una noche de verano’
Su trabajo al foso ofreció una Obertura fantástica, balanceada entre unas cuerdas llenas de matices, unas dinámicas que brotaron poesía y con el pulso atento al siempre complejo control del sonido wagneriano. La fantástica Orquesta Sinfónica de Madrid, la titular del Teatro Real, respondió vital, orgánica y desinhibida, con puntuales momentos de exuberancia que puso al límite a las voces.
Por el camino, Heras-Casado mostró momentos donde la hondura expresiva tendrá margen de mejora, dos primeros monólogos de Sachs, o el reflexivo preludio del tercer acto, pero está claro que tiene en Wagner un compositor del que sabe sacar lo mejor desde una visión teatral, contrastada y llena de lirismo.
Con este, su primer Meistersinger, que es su Wagner número siete en su carrera como director, Pablo Heras-Casado se reafirma con otro triunfo personal que coloca al maestro granadino entre las batutas actuales imprescindibles dentro del repertorio wagneriano.
El reparto brilló desde los polos opuestos del Sachs de Gerald Finley, humano, de emisión tersa, control de la tesitura con inteligencia de medios y un cantante-actor de plena madurez, en contraste con el sibilino, de voz fresca y camaleónica, un Leigh Melrose en el mejor momento de su carrera.
El barítono inglés Leigh Melrose merece todos los elogios en su primer Beckmesser, al borde de la caricatura aun sin caer en ello
Merecedor de todos los elogios, el barítono inglés, quien debuta con su primer Beckmesser, al borde de la caricatura y la sobreactuación pero sin caer en ello, demostró en su séptimo rol para el Teatro Real que el ojo artístico de Joan Matabosch no falla. Una recreación que le dará muchas satisfacciones en el futuro.
Si el tenor germano-croata Tomislav Mužek, tiene un timbre de claridad y luz adecuada como Walther, su discreción como actor y una emisión demasiado abierta, con tendencia a sonidos fijos en el tercio agudo, le restaron méritos a un resultado global eficiente pero falto de fantasía.
Soprano de medios notables, color genérico y estimable actriz, la Eva de la soprano Nicole Chevalier convenció sin emocionar, y sirva de ejemplo la coronación del magnífico quinteto.
Resuelto, de timbre perfecto como David, bien articulado y de generosa emisión el tenor Sebastian Kohlhepp en contraste con la metálica voz de la mezzo bielorrusa Anna Lapkovskaja, una solicita Magdalene.
Es de justicia destacar entre los doce correctísimos Meistersinger, las recreaciones del Kothner del español José Antonio López, generoso e impecable, y del contundente Veit Pogner del bajo coreano Jongmin Park. También mencionar por su intachable profesionalidad a los otros dos españoles del reparto, los tenores Albert Casals (Balthasar Zorn) y Jorge Rodriguez Norton (Augustin Moser). Aparición breve pero de lujo la del bajo ucraniano Alexander Tsymbalyuk como Sereno.
El trabajo del maestro José Luis Basso brilló con un Coro Intermezzo de secciones generosas. Afinación y claridad de las sopranos, flexibilidad y matices en la sección masculina, para un resultado vital que es clave en una ópera donde el coro wagneriano brilla como en ninguna otra. El coro inicia la ópera y el coro la cierra en esta ópera con unas funciones imprescindibles.
El Wagner más humano se pregunta a sí mismo y nos recuerda a todos nosotros, que el arte siempre estará ahí para salvar a la humanidad, o al menos, para intentarlo.
Jordi Maddaleno | 29/04/2024
‘Los maestros cantores’ y la sorprendente libertad del artista
Con sus Maestros cantores de Núremberg, Wagner planteó en un mismo nudo dos asuntos que le obsesionaban: la libertad del artista y el destino de Alemania. Aquello determinó fatalmente la acogida de la obra después de que el Tercer Reich le diera al intríngulis una solución propia y, hay que reconocerlo, sumamente original. Las puestas en escena actuales de Los Maestros difícilmente se sustraen a la cuestión, en particular en un ambiente tan politizado como el nuestro y en el que, por si eso fuera poco, los artistas han vuelto a considerarse a sí mismos como auténticos —quizás como los únicos auténticos, y respetables— agentes ideológicos.
La nueva puesta en escena de Laurent Pelly para el Teatro Real (ver previa en este enlace), en colaboración con la Royal Danish Opera y el National Theatre de Brno, no pierde la oportunidad de abordar el asunto. Convierte la ciudad de Núremberg en un gigantesco montón de ruinas, como después de un bombardeo, y a sus habitantes en seres uniformemente vestidos de materiales oscuros y cubiertos de polvo, como si acabaran de salir de un refugio o de un sótano.
En este ambiente uniformemente gris se desarrolla la jornada del concurso de canto. El gran protagonista es, como bien se sabe, el zapatero Hans Sachs, interpretado en esta ocasión por Gerald Finley, barítono solvente, de voz atractiva, bien colocada y de buena proyección, pero un poco demasiado ligera y sin la autoridad que requiere el personaje que encarna al propio Richard Wagner. También le faltó mordiente y brillo, además de energía y apasionamiento, al Walther de Tomislav Muzek, que en cualquier caso lo cantó todo con honradez y no se arredró ante el personaje que se traía entre manos. La Eva de Nicole Chevalier, que consiguió algunos momentos mórbidos y evocadores en el segundo acto, exhibió un instrumento poco agradable, con algunos agudos abiertos, no del todo conveniente para un personaje de ingenuidad y astucia infantiles y candorosas. Bien la Magdalene de Anna Lapkovskaja, de canto hermoso e intencionado, aunque coartado por una dirección de actores que le impuso un rígido formalismo. Fabuloso Jongmin Park, con una voz densa, profunda y retumbante, capaz de hacer creíble a un Pogner que siempre corre el riesgo de hacer el ridículo al no enterarse de lo que está ocurriendo, y con mucho ruido, a su alrededor. Muy bien, a falta de un poco de variedad, el tenor Sebastian Kohlhepp en el papel de David, el más exigente, vocalmente, de la obra. Excelentes los Maestros cantores, entre los que se puede destacar al gran José Antonio López y a Albert Casas, aunque la caracterización no facilitaba las cosas a un público que no se supiera la obra de memoria. Fabuloso el Sereno de Alexander Tsymbalyuk, casi —como se suele decir— el más wagneriano del reparto, aunque le dejaran sin su instrumento musical.
Y excelente el Beckmesser de Leigh Melrose, que se sobrepuso, con su actuación y una interpretación vocal matizada e imponente, a la caricatura de trazo grueso que dibujó el director de escena. Como siempre, sobre Beckmesser giran buena parte de los problemas que plantea la obra. En este caso, sorprendieron la salvaje paliza que recibe en el acto segundo, de un realismo brutal, y algunos rasgos de la caracterización que recordaban, como en un guiño a Syberberg, a las parodias de Hitler por Lubitsch y Chaplin. Así queda problematizada una vez más lo que la puesta en escena parece, por otro lado, celebrar, como es la emancipación final del artista y su conversión en el auténtico mesías del Pueblo, alemán en este caso. De ahí que el coro, que apenas hace acto de presencia en el primer acto, aparezca con todo su esplendor, excesivo en algunos momentos, en el tercero. Pablo Heras-Casado impuso, con muy buen criterio, una visión fluida, elegante, casi camerística y extremadamente variada y colorida de la obra, dejando sin resolver las tensiones crecientes hasta el final, cuando, tras el estallido de la pelea callejera, se cierran, en un do mayor tan célebre como voluntarioso, todas las contradicciones. Excelente propuesta.
Muy bien la Orquesta Titular, aunque quizás mejor en cuanto a los solistas que en el conjunto, de gran altura en cualquier caso. Gran éxito de un público que aguantó bien las casi seis horas de función.
José María MARCO | 25 / 04 / 2024
El gran Hans Sachs de Gerald Finley ilumina unos crepusculares ‘Maestros cantores’
La posibilidad de aislarse frente a las veleidades y asperezas del mundo durante al menos cinco horas para disfrutar de una de las obras maestras del repertorio lírico ofrecía ayer una oportunidad quizá única. Al fin y al cabo, Los maestros cantores de Núremberg de Richard Wagner dura lo mismo que Tosca, Pagliacci y La Traviata sumadas. ¿Pero qué representa eso en tiempos de Netflix, cuando hay quien renuncia a otros placeres mundanos durante el asueto del fin de semana para encerrarse y ver de un tirón, completa, la última serie de moda?
A algunos la tarde se la arruinó en parte, o todo lo contrario, esa realidad que tozuda no respeta ni los momentos más sublimes, colándose por cualquier rendija, y más hoy que todos estamos todo el tiempo en todas partes, conectados virtualmente a los acontecimientos del mundo, desde los más nimios y domésticos a los aparentemente trascendentales por obra y gracia de la tecnología. Por eso, en el Real se han vivido ahora dos representaciones: la de la ópera sobre el escenario, un buen espectáculo, aunque no excepcional (más allá de la excelsitud wagneriana), y una ridícula opereta, la de los chascarrillos que comenzaron a circular por cada rincón en cuanto se hizo pública la noticia del día, y quién sabe si del año.
De hecho, los más maliciosos atribuían algunas de las señaladas huidas que se produjeron en los entreactos (había bastantes huecos en el teatro, como si la inquebrantable fe wagneriana claudicara necesariamente ante los elevados precios de las localidades, o quizá por la propia magnitud del empeño) al anuncio tan inesperado como vodevilesco. Hubo quién apreció en algunos de los espantados rostros lívidos nerviosismos apenas contenidos, y es que la feria de las vanidades de los estrenos del principal coliseo lírico madrileño suele atraer a algunos de los ricos y poderosos que, en ocasiones, se lo juegan todo, o una gran parte, en la ruleta de la política.
La jornada lírica había comenzado mustia y se fue animando, en parte por esos mismas anécdotas a las que la gente, de cualquier condición, es tan proclive, como por el propio desarrollo de la ópera. El inicio, posiblemente determinado por lo inusual del horario (no es habitual por estos pagos que una función arranque a las seis), tuvo un cierto tono letárgico. Quizá Pablo Heras-Casado se olvidara de la civilizada siesta, imprescindible ante uno de estos envites, y por eso su lectura de la monumental obertura resultase una amenazadora premonición de lo que podría ocurrir: aquel plúmbeo, borroso inicio no podía traer nada bueno. Aquellas casi cinco horas de una música casi siempre sublime podían hacerse demasiado largas en unas manos menos expertas de lo que acreditaba el currículo: no, no se convierte uno en experto wagneriano de la noche a a la mañana, por más que la heredera del compositor te invite a dirigir en su hoy declinante feudo. Hace falta algo más, mucho más.
La gran comedia de Wagner tiene mucho de crepuscular, como las grandes joyas de Billy Wilder. Bajo las chanzas, en ocasiones nada sutiles, lo que palpita es una honda, otoñal melancolía. Como si el otrora revolucionario de las barricadas de Dresde, el más moderno que exigía pleitesía de quienes disfrutaban con las músicas de otros compositores considerados menores ante su genialidad, el impenitente seductor de las mujeres de sus amigos y benefactores, bendecido por el favor de monarcas ilustrados, estuviera ya de vuelta de todo, y cavilase que, ya próximo el final de la partida, convenía hacer cuentas con el pasado para comprobar lo sabido: él también había sido un humilde servidor de los mejores autores de otro tiempo. Que, en el fondo, el iconoclasta que había penetrado en el templo musical látigo en mano también era él mismo un digno hijo de la tradición, en la que finalmente se había insertado a partir de sus propias (con Wagner no se puede decir nunca humilde) aportaciones.
La nueva producción de Laurent Pelly, que en nada se aleja de las más conservadoras y tradicionales, esquiva parte del juego humorístico (algo que en cambio siempre se le ha dado muy bien al director de escena francés, a veces quizá por eso mismo considerado superficial) para subrayar precisamente todo lo que hay de nostálgico y evocador en esta suerte de canto del cisne, con pulcritud y una cierta veneración. Hay que agradecerle que en estos tiempos de charlatanes de feria metidos a directores, emplee su reconocible talento en iluminar los aspectos esenciales de la obra sin empeñarse en poner en primer lugar fantasiosas elucubraciones sobre las intenciones del autor.
Precisamente si hay una obra que no necesita de sesgadas interpretaciones es esta: bastante mal le hicieron ya las apropiaciones que de la misma realizó el nazismo, exaltando su supuesta vena nacionalista para exacerbar los alicaídos ánimos de un país sojuzgado por sus propias malas decisiones, pero presto a lanzarse en brazos de quien le propusiera su inmediata redención transformando los cánticos que invitan a celebrar lo mejor de su pasado (sus grandes creadores, lo que propone Wagner, entre los que seguramente se incluye) en himnos guerreros.
Desde luego estremece pensar el poder simbólico que en un auditorio propicio tendría una apelación tan directa como el «¡Despierta!» que el coro, erigido en representante de la comunidad, el «volk» (pueblo), entona a pleno pulmón en el último acto, justo antes de ungir como una suerte de líder carismático a la figura del zapatero-humanista, Hans Sachs. Qué fácil resultaría darle la vuelta para unos genios de la propaganda, máxime cuando el jerarca dispuesto a usurpar la condición de mesías podía encontrarse presidiendo el palco, en pleno teatro, como hizo Hitler, máximo promotor de esta ópera durante sus años de macabro esplendor.
Grave advertencia de final feliz
Pero de la distorsión que los inteligentes nazis supieron hacer del mensaje wagneriano para sus propios fines, el autor no tiene la culpa. Eso lo hace explícito Pelly al final (lo mejor de su algo alicaída lectura se encuentra en el acto tercero, también en el plano musical), justo cuando antes de comenzar su reivindicación sobre las bondades del buen arte alemán caen los oropeles, las idílicas montañas y todo adquiere un inesperado tinte sombrío como de grave advertencia: ¡cuidado con las palabras, que a veces las carga el diablo!
Antes de ese momento, en la conclusión del desaprovechado final del acto segundo, con ese alboroto barrial que el director maneja con torpeza (y aquí tampoco el foso aporta claridad, emborronando la transparencia del contrapunto), Pelly ya se ha encargado de sugerir las consecuencias fatales de encender la mecha de las confrontaciones civiles, que en este caso traen la destrucción a Núremberg. Únicamente para luego, justo al inicio del tercero, sugerir con la visión de Sachs rodeado de libros en su ruinoso hogar que solo la cultura puede salvarnos. Al respecto, conviene leer al siempre lúcido Steiner: ¿acaso las sinfonías de Beethoven o las novelas de Thomas Mann lograron detener la barbarie del pueblo supuestamente más civilizado de su tiempo?
No, no es en las arengas de (y a) la plebe, en todo tiempo manipulable (ahora mismo tenemos a esa buena gente de Puebla opinando e intentando interferir sobre la justicia española con sus penosos llamados) donde debemos encontrar la trascendente raíz del mensaje wagneriano contenido en esta obra íntima, serena y reflexiva pese a la recia ampulosidad del envoltorio. El meollo se encuentra en la conciencia individual, la máxima libertad de un ser reflexivo como Hans Sachs en su esclarecedor monólogo («¡Ilusión, ilusión»!), quien advierte sobre la necesidad de orientar el impulso de la masa, siempre presta a dejarse seducir por los cantos de sirena del populismo, con fines fatales, por la senda de los actos nobles y elevados. Seguramente tuviera presente a Schiller: «la belleza conduce al hombre sensible a la forma y al pensamiento; mediante la belleza el hombre espiritual regresa a la materia y al mundo sensible».
Claro que para eso harían falta líderes como este artesano juicioso, bondadoso y carsimático, enamorado de la belleza y abierto siempre a la conciliación entre las mejores aportaciones del pasado, y la pujanza de un presente que desea avanzar, explorar nuevos caminos sin tutelas ni admoniciones, pero que necesita para alcanzar logros sólidos y verdaderos apreciar y servirse de la experiencia acumulada por otros, en eso consiste la genuina sabiduría.
Magnífico Gerald Finley en Sachs
Para encarnar a un humanista como Sachs, y que sus verdades puedan calar hondo, se precisa del traductor justo. Lo ha habido en el Real con Gerald Finley, uno de los barítonos que mejor han encarnado al ilustrado zapatero a través de estas últimas décadas. En ese ya prolongado tránsito puede que su instrumento haya perdido algo de lozanía, firmeza y proyección, pero a cambio de seguir profundizando en lo verdaderamente importante: otorgar el justo sentido a la palabra cantada. En eso el intérprete canadiense es un verdadero maestro. El máximo interés de estas representaciones se concentra en asistir a su desdoblamiento como actor-cantante para labrar la inmensa talla humana de una de las principales (si no la mayor) creaciones de ese genio absoluto llamado Richard Wagner, ante el que empalidecen la mayoría de sus colegas.
Conviene citar en primer lugar a Finley, porque el resto del reparto naufraga estrepitosamente, con las debidas excepciones, en ese mar revuelto que es el actual estado de las voces plenamente wagnerianas. El Real vuelve a fracasar con el repertorio en este capítulo esencial, como ya le pasó con Rigoletto. Salva la nómina de los comprimarios, donde coloca a los cantantes españoles para resolver el expediente patrio con cicatero ánimo. ¿De verdad que no hay en este país un par de mezzos superiores a la que que ahora se pasa casi toda la obra chillando el personaje de Magdalene? Magnífica prestación, por cierto, del barítono local José Antonio López en el retorcido rol de Fritz Kothner, con su voz siempre bien proyectada al servicio de texto y música. Y bastante adecuado el Sixtus Beckmesser de Leigh Melrose, una bien delineada caricatura en manos de Pelly, como suele ocurrir con este pobre hombre en el que Wagner cifró todas las inquinas de cuantos adversarios procuraron hacerle a él la vida un poco menos fácil.
A partir de ahí, el resto de los personajes principales estuvieron pésimamente servidos, algo que no por ser habitual ya en teatros de cierta relevancia debiera hacer cejar en el empeño de buscar y rebuscar soluciones más adecuadas. No hay un éxito rotundo de esta ópera sin un Walther von Stolzing capaz de encarnar a ese héroe venido de no se sabe dónde (como casi todos los de Wagner y varios ilustres entre los de John Ford), dispuesto a poner patas arriba el mundo autocomplaciente de la comunidad, aquí representada por ese gremio de incipientes burgueses a los que Laurent Pelly retrata como si fueran los adorables chiflados miembros de una de esas peñas que se reúnen por las tardes en los casinos provinciales con el empeño quijotesco de hacer y deshacer gobiernos, conceder honores artísticos, abandonarse al cotilleo de la ingles y trazar alguna que otra conspiración en la que enredar a aquellos cuyo talento o suerte envidian en común.
Insuficientes prestaciones
El tenor Tomislak Muzek, falto de cualquier intención poética con su timbre árido, su entonación imprecisa y ese imposible registro agudo que se estrecha en su ascensión sonando eternamente forzado, representa lo contrario de esa brisa primaveral que espera arrasar con todo, basándose en el ardor juvenil. Difícilmente aceptable, a pesar de que hoy la endeblez vocal resulte casi un atributo a la hora de cantar Wagner. Tampoco resultó especialmente adecuada la Eva de Nicole Chevalier, de canto demasiado recogido en momentos que exigen mayor compromiso. En el resto, y dado que tampoco posee una belleza tímbrica deslumbrante, podría decirse que se aplica con el rigor de tantas correctas intérpretes como adornan hoy los repartos de primeros teatros.
No es que esperemos ya que Lise Davidsen se avenga a cantar una Eva en el Real, pero al menos apreciaríamos poder escuchar a una soprano que no dejase escapar casi todos sus intensas frases del acto tercero (estuvo algo más fina en el quinteto, quizá por incomparecencia de alguno de sus colegas), que reclaman un canto expansivo para reflejar claramente la naturaleza del personaje, deseosa de volar con alas propias, al menos en la mejor compañía posible (al fin y al cabo, su padre la subasta: ojo a los concienciados de último minuto, ocurría con Wagner y a veces también ahora, incluso en el mundo «civilizado», no hay más que repasar el colorín).
Quedaría, entre los principales, por reseñar la actuación del responsable de Veit Pogner, aquí un Jongming Park de instrumento engolado al que se le escapa la nobleza del personaje, casi siempre ridiculizado como epítome del burgués con ínfulas, pero al que un bajo con mayores recursos, más allá de una monolítica expresión, puede enriquecer con otros matices. Al menos posee un par de grandes frases es para ello.
Heras-Casado, ungido prematuramente como gran experto wagneriano por fuerza de las modas y los apoyos, empezó algo apagado, y solo en el ambiente festivo del prolongado final del tercer acto pareció recobrar cierto aliento. A su lectura, a tono con el enfoque crepuscular de Pelly y su lúgubre iluminación, le faltó tensión, mordiente, vigor para desentrañar momentos cruciales como el final del segundo acto, totalmente emborronado. Su lectura apostó por una cierta morosidad, que alcanzó su cenit en un quizá excesivamente paladeado, dramático preludio del tercer acto, y un decidido refinamiento que no siempre casa bien sobre todo con los momentos más extrovertidos de una obra que exige en ocasiones colores más vivos, a veces incluso hasta un poco vulgares.
Comparar ahora esta correcta lectura con la extraordinaria lección que impartió aquí mismo Barenboim, hace más de veinte años, inolvidable para todos los asistentes, resulta innecesario: las lágrimas de buena parte de la platea, aquellos clamores pertenecen a la mejor historia del reciente Real. Aunque algo muy importante se ha ganado durante este tiempo como resultado del buen trabajo realizado por los distintos equipos: aquellas recordadas funciones del anterior Meistersinger contaron con toda la importada maquinaria berlinesa, sabiamente engrasada a través de las generaciones. Hoy el teatro madrileño cuenta con medios propios para ofrecer un Wagner, la cumbre, con resultados más que óptimos gracias en gran medida a las prestaciones de la orquesta, una entregada Sinfónica de Madrid, brillante en algunos momentos, y a su excelente coro. Vaya una cosa por la otra.
César Wonenburger | 25/04/2024
«LOS MAESTROS CANTORES DE NÚREMBERG» EN EL TEATRO REAL
Una de las asignaturas pendientes del Teatro Real desde su reapertura era programar Los maestros cantores de Núremberg de Richard Wagner con producción propia y sus cuerpos estables, pues la única vez que había subido a su escenario en esta nueva etapa del teatro fue en 2001 con las huestes de la Staatsoper berlinesa, bajo la dirección de Daniel Barenboim. Aquella interpretación tuvo su nivel, pero no se encuadró, ni mucho menos, entre lo mejor de las muchas visitas que realizaron por esos años los elementos del teatro berlinés con su titular al frente. En esta ocasión la sensación ha sido, que el Teatro Real ha saldado el reto con dignidad y solvencia, pero desde la superficialidad tanto musical como escénica y con un elenco vocal más bien mediocre.
Desde luego, los Maestros cantores es un título singular dentro del catálogo wagneriano. Una comedia humana y costumbrista, alejada del mito y lo sobrenatural, con acción en presente y concentrada en 24 horas. La base fundamental de esta obra maestra es la pugna entre la libre elección del artista y las rígidas reglas de la tradición, que guarda celosamente la comunidad de los Maestros cantores, un grupo de burgueses que combinan sus oficios con el noble arte del canto poético y que florecieron en diversas ciudades alemanas, con Nuremberg como sede más importante. La primacía del arte y la sabiduría como guías fundamentales de cualquier comunidad, lo que se personifica en un líder popular histórico, el zapatero Hans Sachs, que cuenta con un monumento en la ciudad de Núremberg y parece un alter ego del propio Wagner. Este personaje consagra el ideal de encauzar las reglas y formas de la tradición que son valiosas y deben mantenerse con los nuevos aires, con la creación libre y transgresora.
Asimismo, Sachs por la prosperidad de su comunidad, por su pacífica existencia bajo la égida del arte, está dispuesto a renunciar a su felicidad personal, al amor por Eva. La renuncia sí es un tema esencial en la producción Wagneriana y Sachs no quiere ser otro Rey Marke, como expresa en un pasaje de la ópera. El Teatro Real sí ha seleccionado un adecuado intérprete para el protagonista absoluto de Los maestros cantores, pues a pesar del declive vocal, con un timbre desgastado y leñoso, la merma de volumen y limitado mordiente, Gerald Finley caracterizó un magnífico Hans Sachs. Más barítono que bajo, el canadiense mostró sus dotes actorales, sus acentos, fraseo contrastado y suficiente carisma para su meritoria creación del zapatero. No es cualquier cosa superar a los 64 años una partitura que equivale en duración a los tres Wotan de la Tetralogía.
Este líder filosófico, que se afana por aunar los deseos del pueblo con los de esa élite que forman los Maestros cantores, así como el mantenimiento de las reglas fundamentales que han cimentado una rica tradición con los nuevos aires, que encarna el extranjero transgresor Walther von Stolzing. Un papel fundamental, que dispone de una escritura vocal hermosísima y que, sin embargo, asumió un cantante muy flojo. Efectivamente, el tenor Tomislav Muzek careció de interés tanto desde el punto de vista tímbrico –impersonal y de muy justa proyección-, como canoro. Canto vulgar donde los haya, con pasajes calantes y agudos apretados y sin expansión llevaron a que momentos tan bellos como «Am stillen herd», «Fanget An» o la canción del premio pasaran sin pena ni gloria. En escena, Muzek se mostró envarado, sin efusión lírica alguna, ni química con Eva. Esta última fue una insulsa Nicole Chevalier, de timbre sano y juvenil, pero nada bello ni personal, demasiado lírica, sin graves y con centro hueco e inconsistente. La soprano norteamericana ofreció un canto sensible y correcto –como pudo apreciarse en la introducción del sublime quinteto del tercer acto- y expresión sincera y entregada en escena, pero sin personalidad. Leigh Melrose, más bien innoble en lo vocal, demostró sus dotes actorales en una atinada caracterización de Sixtus Beckmesser, el personaje más negativo, que se ampara en la rigidez de las reglas para esconder su falta de talento y su mezquindad. El personaje del marcador ya es caricaturesco en el libreto, pero Laurent Pelly subraya esta característica en su puesta en escena y, desde luego, Melrose lo clava escénicamente, haciéndolo particularmente repulsivo.
El bajo Jongmin Park demostró cierta sonoridad y anchura como Veit Pogner, el rico orfebre que ofrece su hija al Maestro cantor que gane el concurso, pero la suerte de sonidos entubados y la rudeza monocorde de su canto rebajaron enteros a su prestación. Entregado en escena, pero de escaso relieve en lo vocal – emisión gutural, agudos retrasados- el David de Sebastian Kohlepp. Totalmente plana y con un registro agudo desabrido la Magdalena de Anna Lapkovskaja.
A destacar entre los cantantes españoles convocados, a José Antonio López, resonante e intencionado de acentos en una buena caracterización del taimado Kothner, a Albert Casals que sacó cierto jugo escénico, dentro de lo posible, a su breve papel de Balthasasr Zorn, frente a un más anónimo Jorge Rodríguez Norton como August Moser.
Desconozco si Pablo Heras-Casado impulsado por el orgullo de ser invitado a dirigir Parsifal en el Festival de Bayreuth –aunque sea el actual tan declinante – se ha imbuido del espíritu del legendario Hans Knapperbusch, pero desde la turbia y alborotada obertura aplicó unos tempi lentorros y morosos realmente exasperantes. Eso sí, no hay que confundir lentitud con tensión, pues el gran Knà era el gurú de la tensión teatral, la grandiosidad y progresión dramática, por supuesto. En este caso, la dirección del granadino resultó caída y plana, presidida por una anodina solvencia, ayuna de transparencia y refinamiento tímbrico, con una fuga final del segundo acto borrosa y desajustada y un preludio del tercero letárgico donde los haya. Eso sí, Heras-Casado supo terminar en punta y lo mejor de su labor se situó en el último cuadro que tuvo nervio e incandescencia con un coro apabullante, que ya había exhibido la adecuada rotundidad en un grandioso «Wach Auf» –«¡Despertad!».
Por cierto, durante el primer acto, uno de los músicos de la sección de contrabajos cayó desplomado, al parecer desmayado, con el consiguiente ruido provocado por su caída y la del instrumento. Abandonó el foso de la orquesta y no regresó, por lo que los iniciales seis contrabajos quedaron reducidos a cinco. Espero que se recupere satisfactoriamente.
La puesta en escena de Laurent Pelly sobre escenografía de Caroline Ginet parece situar la obra en el siglo XX y presenta la comunidad de los Maestros cantores como algo encorsetado, mortecino y anquilosado. Van vestidos de negro, con ajadas y vetustas levitas y se les encuadra con un marco ya decrépito y desvencijado, que simboliza su decadencia y aislamiento de toda realidad social. La silla donde Stolzing debe pasar la prueba de ingreso es igualmente una antigualla destartalada, al igual que la caseta desde la que Beckmesser, el marcador, realiza su rígida y artera labor. En el segundo acto encontramos un Nuremberg formado por un abigarrado entramado de casitas de cartón, que se destruyen en la riña final y donde se apreció la torpeza de la dirección de escena para mover las masas. En el tercero, vemos el taller de Sachs, en el que destacan sobre los zapatos y demás herramientas, la gran cantidad de libros que evocan la profunda cultura que le insufla ese carácter razonable, ecuánime y sanciona su condición de líder de la comunidad. En el último cuadro, volvió a apreciarse una dirección escena poco desenvuelta y en el que la idílica pradera se convierte en oscuridad en la arenga final de Sachs. Un discurso pangermánico, de exaltación nacionalista, en el que advierte de los peligros de la desaparición del Imperio alemán. Quizás Pelly reivindique el peligro de tales soflamas, pues pueden llevar al desastre tratándose, además, de un pasaje, como toda la ópera en general, que fue usada torticeramente por el régimen Nazi. Evidentemente, Wagner era profundamente nacionalista alemán, pero proclamaba con denuedo, fundamentalmente, la persistencia de su arte y cultura. Lo mejor que puede decirse de la puesta en escena de Pelly, más bien superficial y banal, es que no encierra extrañas ocurrencias ni dislates, ni atentados sobre la obra, que puede seguirse apropiadamente por el público.
Raúl Chamorro Mena | 30 de abril de 2024
Wagner’s worth the trip: ‘Meistersinger’ in Madrid
When it comes to Wagner, people will go far and wide to see a good performance, and several English Wagnerians made a special trip to Madrid to see one. This was Die Meistersinger von Nürnberg in a staging by French director Laurent Pelly. It was simple but highly effective, and with powerful choral singing — vital for this opera. In Act III, after the Apprentices have called for silence, and the townsfolk have recognised their hero Hans Sachs, the chorus’s Wach Auf (“Wake Up”) was almost deafening. After Beckmesser has made a hash of Walther’s beautiful poem, which he wrongly attributes to Sachs, the Masters listen with rapt attention as Walther himself sings it correctly. You could feel their appreciation of new ideas well presented, and a willingness to accept Walther into their group as a Mastersinger himself.
Their horror as he declines their well-meaning offer yields a small coup de théâtre. The Masters knock over their chairs and retreat from front of stage before Sachs comes forward to bid Walther not to scorn them (Verachtet mir die Meister nicht), but to honour an art that they have cared for in their own way, cherished even, despite the stress of evil years.
But his paean to German art comes with a warning (Habt Acht!) that evil tricks threaten us, and at this point that some commentators have expressed difficulty, embarrassment even, with Wagner’s warning that foreign delusions might one day take hold in Germany. The embarrassment is about German nationalism resulting in two world wars, and its appalling consequences during the second one, but Pelly sees it differently. The houses of Nuremberg are made of cardboard, the stage set is frayed at the edges, and when the Mastersingers appear together on stage they sit within a huge picture frame, partly broken, and with repairs that fail to match up correctly.
Perhaps it takes a non-German director to recognise the pertinence of Wagner’s warning today, when Germany is only now preparing to defend itself against potential aggression from without, and threats of foreign ideas from an immigrant community from within. Great art, and there is no question that Meistersinger is a great opera, has its own logic that we would be wise to heed. During the final part of Act III we see, projected on the backdrop, a view of a meadow in an alpine landscape, but as the final seconds approach a black curtain falls across it. For me at least, Pelly has made his point very effectively. But it is, after all, only theatre, and Walther and Eva both come forward at the end, one on each side, to close the curtains.
As Hans Sachs himself, Gerald Finley is at the top of his game, showing the humanity, wisdom and even slight bemusement in the Act II Flieder monologue, that his character exhibits. Wonderful. As his self-appointed rival, Leigh Melrose made an outstanding contribution as the whingeingly jealous rule-stickler Beckmesser. In the bass role of the goldsmith Pogner, who is giving away his daughter Eva to the winner of the song contest, Jongmin Park looked the part as an elderly man, and sang with huge authority. As Sachs’ apprentice, the likeable but anxious David, Sebastian Kohlhepp was perfect, and Russian mezzo Anna Lapovskaja excellent as his beloved Magdalene. As the young lovers Walther and Eva, Tomislav Mužek and Nicole Chevalier looked the part, singing with vocal enthusiasm, and I have never seen such luxury casting of the Nightwatchman as the Ukrainian bass Alexander Tsymbalyuk, whose credits include the title role in Boris Godunov.
The orchestra under the baton of Pablo Heras-Casado played their hearts out, and the huge chorus sang splendidly, though I sometimes wished the heavier brass would not treat it as a day out to celebrate as loudly as possible. But as a day out, Meistersinger in Madrid is well worth the trip.
MARK RONAN | May 02, 2024